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Cultura

Cesare Pavese, el hombre que sintió demasiado

Por: Juan Pablo Bonino - Fecha: 09/03/2020

En la obra del poeta turinés, el lenguaje se vuelve una llave para conocer sus paisajes sentimentales.

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“Todo esto da asco. No palabras. Un gesto. No escribiré más”. Con esas oraciones relampagueantes cierra Cesare Pavese la última entrada de El oficio de vivir, sus diarios póstumos. Corría el 18 de agosto de 1950 y nadie sabía, en la habitación 346 del Hotel Roma e Rocca Cavour en Turín donde pasaba el tiempo encerrado, que le quedaban solo nueve noches antes de arrancarse la vida. Tenía poco más de cuarenta años, había publicado Lavorare stanca, un pequeño libro que destila poesía verdadera donde el lenguaje es un hilo transparente y misterioso, y novelas breves como Tra donne sole y la La bella state, ganadora del Premio Strega en 1949. 

Una década antes, en medio de la guerra en la que perdió a muchos amigos, escribió al pasar entre las páginas de su diario: “Las cosas se consiguen cuando ya no se desean”. En aquellos días se ganaba la vida como editor de Giulio Einaudi en una pequeña oficina que compartía con Italo Calvino y Natalia Ginzburg. Pero aquellos eran, sin duda, días difíciles. Trabajando a destajo tradujo –como nadie– Moby Dick de Herman Melville, además de introducir en la Italia de posguerra a escritores de la talla de Faulkner, Joyce y Dos Passos. 

Nada lo atormentó tanto como el amor, esa búsqueda desesperada por encontrar algo en alguien que también lo llevó, como pocas cosas, a estar solo. En sus diarios escribió: “La única regla heroica es estar solos, solos, solos. Cuando pases un día sin presuponer ni implicar en ningún gesto tuyo la presencia de otros, podrás llamarte heroico”. No podremos ya saber si se habrá alguna vez sentido así. Sin embargo, Pavese sabía todos los problemas amorosos que tenía y solía decir que “el amor es la más barata de las religiones”. Religiones, por otra parte, en las que alguien como él, un militante del Partido Comunista, no podía creer. 

Después de su muerte, en la mesa de su despacho de la editorial Einaudi, se encontraron, escritos a máquina, con título y fecha, ocho poemas en italiano y dos en inglés dedicados a Constance Dowling, una actriz norteamericana a la que amaba y cuyo amor era –desde lo que podemos percibir en sus diarios– un dulce tormento. El libro, escrito entre el 11 de marzo y el 11 de abril de 1950 se llamó Verrá la morte e avrá i tuoi occhi. El 6 de marzo escribió en sus diarios: “Connie (Constance) ha estado dulce y sumisa, pero despegada y pasiva. El corazón me ha dado saltos todo el día, y no lo deja ahora. Hace casi tres noches que no duermo. Hablaba, hablaba. ¿No será lo que se llama pasión solo esta palpitación, esta tara nerviosa?”. Unos pocos días después dice quizá una de las claves de la decisión que se le volvió irrevocable: “No nos matamos por el amor de una mujer. Nos matamos porque un amor, cualquier amor, nos revela en nuestra desnudez, miseria, indefensión, nada”. 

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